20 noviembre 2003

El pensamiento soberano (Reflexiones en un 20 de noviembre)

Por Roberto Miranda

Cuando Jorge Luis Borges era otro y su pluma no dialogaba con quienes
creían que el sol y la luna solamente salían en Europa,
escribió un texto breve titulado “El tamaño de mi esperanza”
(cuya lectura recomiendo fervientemente). Allí se lamentaba de
la indigencia intelectual argentina en los siguientes términos:
“Nuestra realidá vital es grandiosa y nuestra realidá pensada
es mendiga”.


Estas palabras -escritas en 1926 por alguien que pocos años después
se desentendería de nuestra realidá vital para internarse
en exóticos laberintos donde hasta el pensamiento se extravía-
suenan dramáticamente actuales, no obstante el tiempo transcurrido.


¿Qué argentino “culto” no ha experimentado, siquiera una
vez, la sensación de estar habitando un territorio que le es absolutamente
ajeno? ¿Quién, de esos argentinos, no está convencido
de que el resto de sus compatriotas son bárbaros irrecuperables,
pesados lastres que impiden el progreso de la Nación? En fin, ¿cuál
de ellos no implora, una vez al día por lo menos, que el país
que lo vio nacer se incorpore efectivamente al imperio de turno?

Ajenidad, prejuicio, mendicidad: los tres pilares sobre los que se asienta
una mente colonizada; es decir, la mente que ha accedido a los “beneficios”
de una instrucción (no educación) organizada para borrar
todo vestigio genuinamente nacional. De tal suerte, el así instruido
se cree culto, cuando en realidad no es más que un propalador de
ideas nacidas y desarrolladas en culturas extrañas, totalmente
legítimas, pero que repetidas aquí resultan absurdas, cuando
no criminales.


Raúl Scalabrini Ortiz, quien, al revés de Borges, abandonó
la “alta literatura” para dedicarse a pensar “en nacional”, escribía
en 1940: “No podemos ser más inteligentes que nuestro medio sin
ser perjudiciales a los que quisiéramos servir y a nosotros mismos.
Valemos cuanto vale la realidad que nos circunda”. Pero el argentino “culto”,
intoxicado por modelos que glorifican el esfuerzo y el sacrificio como
únicas herramientas para el desarrollo, no puede menos que escandalizarse
ante la siesta del santiagueño, la pachorra del serrano o el ensimismamiento
casi metafísico del hombre del altiplano. Entonces, por simple
asociación, concluye que nuestro atraso es consecuencia de una
malformación espiritual que nos condena a ser algo así como
subhumanos, incapaces de asumir un destino histórico propio, ni
siquiera de concebirlo.


Lo que no comprende, lo que no puede comprender, es que Argentina no
es Europa ni EEUU. Si desde niño ha sido instruido acerca de la
superioridad angloeuropea; si el prócer Sarmiento (tan criollo
como cualquiera) no se cansaba de despreciar al criollaje; si al prócer
Mitre no le temblaba la mano a la hora de exterminarlo; si el país
fue diseñado de acuerdo a los intereses que organizaron la instrucción
que recibe, no hay manera de que pueda comprender.

Los trasplantes de corazón, hígado y riñones sirven,
a veces, para salvar una vida. Los trasplantes culturales, en cambio,
son mortales para quienes los reciben. Valemos cuanto vale la realidad
que nos circunda. Es a partir de esa realidad, la nuestra, que debemos
edificar un destino. Tal vez parezca anacrónico, sobre todo cuando
la globalización decretada por el poder transnacional avasalla
cualquier intento o experiencia independiente. Sin embargo, el solo hecho
de que existan esos intentos, esas experiencias, indica que aún
no está dicha la última palabra.

Partir de nuestra realidad implica, primero, conocerla. Y para conocerla
es necesario descolonizar la mente, es decir, despojarla de esa instrucción
que le ha forjado una especie de segunda naturaleza en total contradicción
con su entorno. Segunda naturaleza que distorsiona la visión al
punto de que no se ve lo que está y se ve lo que no ha estado nunca.
La ficción es el hábitat del instruido, y en función
de ella actúa, piensa y proyecta.


Corroer esa segunda naturaleza hasta su desaparición supone desaprender
lo aprendido, desacostumbrarse a lo acostumbrado, deslegitimar lo legitimado.
En una palabra: situarse fuera de la ficción que se ha sumido como
real. Y desde ese “afuera” antes negado o ignorado –ese afuera que primero
se presenta como una soledad insoportable, como lo desconocido-, ejercer
una mirada implacable, aun contra el deslumbramiento que provoca lo “nuevo”.


La mente así descolonizada, recién entonces, puede comprender
que el pensamiento es consecuencia de esa mirada “virgen”, y no el subproducto
de lo que otros pensaron. Sólo en estas condiciones el pensamiento
recupera su soberanía, asentado sobre una realidad también
recuperada. Sólo de esta manera, no siendo “más inteligentes
que nuestro medio”, “nuestra realidad pensada” dejará de ser mendiga.


Es responsabilidad de los intelectuales desterrar definitivamente la
“intelligentzia” (“simple repetidora de envejecidas o exóticas
afirmaciones dogmáticas, cuyo poder de convicción reside
exclusivamente en el de la propaganda”, al decir de Arturo Jauretche)
y ejercitar -sin ajenidad, prejuicios ni mendicidad- la inteligencia.